domingo, 23 de noviembre de 2008

Firmar o no firmar

Lo que el viento se llevó se encaminaba a finales de 1936 hacia el millón de ejemplares vendidos, una cifra tan respetable entonces como ahora.

La primera persona sorprendida por ese recuento seguía siendo Margaret Mitchell, que nunca llegó a acostumbrarse al formidable éxito de la historia de su “pobre Escarlata” y mucho menos a lo que la fama llevaba aparejada.

Muchos de esos compradores de GWTW tuvieron la feliz idea de pedirle a la autora que firmara sus ejemplares. Margaret, en un principio, accedía gustosamente, como sin duda haríamos todos en sus circunstancias. Pero cuando día tras día, reparto tras reparto (y en Atlanta había varios repartos al día, tiempos aquellos), sacas y más sacas de correo llegaban a su hogar, llenas de libros con el ruego de un autógrafo, el placer se fue convirtiendo en pesadilla.

Los Marsh no contaban con una organización comparable a la de los estudios cinematográficos, con departamentos dedicados exclusivamente a seleccionar y contestar el correo que recibían las estrellas (y a firmar en su nombre las fotos dedicadas, que se contaban por miles cada semana y eran un indicador perfecto de la popularidad de los actores).

Aún con la ayuda de su marido y de un par de secretarias, la tarea de abrir los paquetes, firmar, empaquetar de nuevo y enviar al remitente se convirtió en una carga que ocupaba gran parte de su tiempo. Como el resto de los trabajos relacionadas con Gone With the Wind no eran tampoco cosas fáciles de resolver en unos pocos minutos, Mitchell decidió dejar de firmar autógrafos, ni siquiera a sus familiares y amigos. Eso no hizo más que aumentar el valor de los ejemplares autografiados por la escritora, que hoy llegan fácilmente a los cinco mil dólares o más.

Sin embargo, los exquisitos modales de Margaret Mitchell le impedían tanto que alguien firmara por ella o utilizar un sello de goma como dejar sin contestación aquellos requerimientos, y se sentía obligada a responder a gran parte de las cartas, si no a todas; en ellas explicaba porqué había dejado de firmar autógrafos, añadía un par de párrafos, a menudo con alguna anécdota o dando respuesta a alguna otra pregunta de su corresponsal… y luego firmaba la carta.

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