Uno de los malentendidos más extendidos sobre la publicación de Lo que el viento se llevó es la idea de que Margaret Mitchell fue rechazada por decenas de editoriales antes de que Macmillan se decidiera a correr el riesgo con el original.
No fue así; de hecho, Macmillan fue la primera y la única casa editora a la que Mitchell dejó echar un vistazo a su desastroso montón de hojas mecanografiadas. Y eso sólo porque un comentario de una jovencita la espoleó a mostrar a alguien que no fuera su esposo el trabajo de aquellos años.
Margaret volvía de una reunión literaria y llevaba a casa en su coche a algunas de las asistentes, incipientes escritoras. Una de ellas se asombró al saber que Mitchell había estado escribiendo un libro y añadió que no la consideraba capaz de ello, porque "no se tomaba la vida tan en serio para ser una novelista”. Picada en su amor propio, la autora de GWTW decidió pasarle su original a Harold Latham, al que horas antes había dicho: “No tengo ninguna novela”, y así, por lo menos, poder jactarse de haber sido rechazada por los mejores.
Eran otros tiempos, otras gentes y una novela lo bastante buena para captar la atención del editor. Hoy, Lo que el viento se llevó habría sido rechazada en cuanto llegara a la mesa de recepción de cualquier editorial.
Y no por su contenido, que puede ser materia de gustos, modas o ideas, o por su calidad literaria, que también puede discutirse, sino por la forma en que Mitchell lo entregó para su examen: era un original deshilvanado, cuyos capítulos no estaban en orden, guardados a su vez en grandes sobres no correlativos en los que se había escrito recetas de cocina y listas de compra, que se habían guardado durante años en los rincones más inesperados de un apartamento diminuto, con pasajes inacabados o repetidos, sin un capítulo inicial, mecanografiados en una máquina portátil, mezclados con otro relato más breve (Ropa Carmagin)…
¡No había ni sinopsis, ni biografía del autor, ni carta de presentación, ni un estudio de ventas, ni…! En fin, reunía todos los "pecados" que un escritor primerizo no debe cometer, según los manuales, agencias y editoriales, si desea que su original no le sea devuelto a vuelta de correo (o incluso antes de que el remitente llegue a casa después de depositarlo el buzón).
Hay que alabar la paciencia y el buen ojo de Harold Latham, que se llevó el legajo de Atlanta en una maleta de cartón (que tuvo que comprar para poder transportalo) en su viaje de regreso y que, para pasar el rato en el tren, se entretuvo ojeando aquel maremagno y supo ver que allí había algo que podía publicarse... con unos cuantos arreglillos.
viernes, 6 de junio de 2008
Contra todas las normas
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