Los micrófonos tienen la costumbre de aparecer cuando uno menos se lo espera y recoger no unas palabras para la historia, sino a menudo las mayores inconveniencias, que el sujeto en cuestión no tenía la más mínima intención de que quedaran registradas.
Algo muy parecido le sucede en Lo que el viento se llevó a Escarlata, la hija de la digna Ellen, cuando huye de los horrores del hospital porque no puede mantener más su fachada de abnegada enfermera. Se encamina al vestíbulo de la iglesia transformada en hospital haciendo oídos sordos a la llamada del ordenanza en nombre del doctor Wilson, y replica con unos modales nada propios de una señorita bien educada: “¡Me voy a mi casa! ¡Ya he hecho bastante! ¡No quiero que mueran más hombres, no quiero que mueran más!”.
El micrófono y la pértiga que lo sostenía, cuyas sombras vemos por un instante sobre la puerta interior del hospital, se retiran entonces, cumplido su anacrónico e indiscreto objetivo de captar las palabras de Escarlata.
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