viernes, 4 de enero de 2008

¡Tara!, ¡Tara!, ¡Tara! (I)

El primer nombre escogido por M. Mitchell para la plantación y la casa que Gerald construyó fue “Fontenoy Hall” pero en algún momento lo cambió por “Tara”, quizás más acorde con ese espíritu irlandés que domina la historia y que es una de las principales características de Escarlata, heredada de su padre.

Todavía hoy, en una colina cerca de la orilla derecha del río Boyne, a 21 kilómetros al suroeste de Drogheda, en el condado irlandés de Meath, se puede contemplar lo que queda de la primera Tara. Desde allí gobernaban los antiguos reyes de Irlanda, los descendientes de Niall of the Nine Hostages (Niall de los Nueve Rehenes), que extendían sus dominios por las provincias de Ulster, Connaught y Meath. Allí, en el año 554, se reunió el Parlamento por última vez, en tiempos del rey Diarmid.

Tara está de nuevo en peligro. La proyectada construcción de una autopista en las cercanías amenaza este lugar de gran valor simbólico y arqueológico.


La relación entre Escarlata y Tara es otra de las varias historias de amor de novela y película, la que tiene un sabor más antiguo y al mismo tiempo los matices más modernos. Es antigua porque habla de tradiciones, de herencia, de la madre tierra y de nuestros comunes antepasados agricultores... Es moderna porque es una mujer la que la protagoniza, porque se trata de un proceso de descubrimiento, de un encontrarse a sí misma y de reafirmar una independencia por entonces negada al sexo femenino.

Tara, tal como la describe Margaret Mitchell, no es tan hermosa como Doce Robles, no es el ideal de un aristócrata sureño ni posee la perfección griega que entusiasmaba a los Wilkes. Es el reflejo de la personalidad de su dueño, Gerald, y, por extensión, de su hija mayor.

Escarlata se aparta de la definición de gran dama que había sido válida hasta el momento de la guerra, para bosquejar un nuevo tipo de mujer más acorde con nuestro siglo que con el suyo, pero atada al pasado por los intangibles lazos de la herencia que se concretan en la plantación.

Al comienzo de la historia Tara apenas significa nada para Escarlata. La da por sentada, la desprecia incluso: “No quiero ni Tara ni ninguna otra antigua plantación.”, le dice a Gerald, que de inmediato le hace una advertencia: la tierra es lo único por lo que merece la pena luchar, porque es lo único que permanece, y algún día ella misma sentirá ese amor por Tara, un amor mucho más fuerte y fructífero que el que cree sentir por Ashley, por supuesto, e incluso más satisfactorio que el que Rhett intentó procurarle.

Es lejos de Tara cuando Escarlata empieza a sentir la llamada de la tierra:
“...ahora que estaba lejos de Tara, sentía una gran nostalgia; nostalgia de los campos rojos, y de las verdes plantas de algodón, y de los crepúsculos silenciosos. Por primera vez comprendió melancólicamente lo que había querido decir Gerald cuando afirmó que también ella llevaba en la sangre el amor a la tierra.”

Por el momento es sólo nostalgia, que se desvanece ante el panorama de festejos y actividades de la gran ciudad durante la guerra. Atlanta es mucho más atractiva para ella que la plantación en régimen de producción de guerra, sin nadie que se ocupe de sus caprichos y con Ellen atareada en otros menesteres que atender a las exigencias de Escarlata.

Pero cuando la situación se agrava Escarlata se reserva el último recurso de volver a su casa. En Tara vive todavía Ellen, su apoyo vital, la madre-refugio en los momentos de peligro, la persona sobre cuyos hombros podrá depositar las cargas que tan pesadas le parecen:
“Tara se le aparecía como la salvación. ¡Estaba aquello tan lejos de toda esta miseria! Pensaba en su casa y en su madre como no había pensado en nada durante toda su vida. Si estuviese al lado de Elena, no temería cosa alguna, pasase lo que pasase.”

La promesa que le hizo a Ashley de cuidar de Melania la encadena a Atlanta en contra de sus deseos, hasta que las noticias de un inminente sitio, a las que se añade la incertidumbre acerca de la suerte de la plantación y sus habitantes y sobre todo la salud de Ellen, se desatan en el pueril grito de una niña asustada:
“¡Quiero ir a casa! ¡No puede usted impedírmelo! ¡Quiero ir a casa! ¡Quiero ver a mamá! ¡Le mataré si trata usted de impedírmelo! ¡Quiero ir a casa!”...

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