El legado más importante que Gerald O'Hara transmitió a su hija mayor fue el amor por la tierra, lo único que perdura y, en particular, a Tara, la plantación que ganara al póquer.
Atrás quedaba su patria, Irlanda, de la que tuvo
que salir perseguido por la justicia. Llegó a América en 1822 para unirse a sus
dos hermanos mayores, James y Andrew, que se habían establecido como
comerciantes en Savannah.
Rápidamente se adaptó a Georgia y al póquer, que encontró la
más útil de las costumbres sureñas. Gracias a este juego y a la habilidad de
aguantar el alcohol mejor que sus oponentes había adquirido dos de sus
posesiones más preciadas: un valet, Pork, y su plantación, Tara.
Allí, con el trabajo de los esclavos, construyó una casa
blanca y consiguió trabar cálida amistad con sus vecinos: los Wilkes, los
Calvert, los Tarleton y los Fontaine, y disfrutó plenamente de su nueva vida
hasta que vida hasta que decidió que necesitaba una esposa, más por
contar con alguien que organizara la vida doméstica que porque su corazón
gritara de amor.
Poseía un genio terrible, pero también un corazón muy tierno que todos conocían y apreciaban. Su mayor afición, además de la bebida y el póquer, era montar a caballo, saltar las cercas más altas aunque le costara romperse una rodilla... o la caza, como trágicamente sucederá.
Georgiano de adopción, hizo suyas las costumbres sureñas y, por lo tanto, defendía la causa confederada con todo su corazón. La muerte de su esposa fue un duro golpe para él; ya no volvió a ser el mismo Gerald de siempre, ahora trastornado hasta el punto de pasarse horas con la mirada fija en la puerta esperando el regreso de Ellen.
Gerald era un hombre pequeño, de pecho rechoncho y cabello
plateado, muy irlandés a pesar de su larga permando el regreso de Ellen. Su hija Suellen intentó
aprovecharse de su estado para que traicionase sus ideas jurando que nunca
había apoyado a los confederados. Gerald está a punto de firmar, pero un súbito
momento de lucidez le impide hacerlo y, poseído de furor, monta en un caballo,
corre hacia Tara y, al intentar saltar una de las cercas, sufrirá una caída
fatal.

La propia Escarlata se pregunta en una ocasión cómo era
posible que dos caracteres tan diferentes como los de sus progenitores pudieran
haber producido un matrimonio tan satisfactorio. Y es que saltaba a la vista
que el genuino irlandés y la aristócrata de la Costa tenían muy poco en común.
Pero lo cierto es que forman una pareja modelo, donde más que pasión existe
respeto mutuo, un aprecio que sólo aparece con el paso de los años y que queda
patente en el derrumbamiento que Gerald sufre tras la muerte de Ellen, paralelo
aunque no tan drástico al golpe que recibe Ashley cuando pierde a Melania.
Gerald es ya un anciano y lo soporta peor, pues su cerebro se niega por
temporadas a reconocer la verdad, pero el sentimiento en ambos es el mismo:
como si les arrancaran una parte de sí mismos. Melania le había dado a Ashley
la posibilidad de compartir los sueños que nadie más comprendía; Ellen le
permitió a Gerald encontrar su lugar en la sociedad georgiana, puso orden en su
vida, convirtió en bello lo que Gerald más amaba, su plantación, e intentó
darle un heredero varón.
Como figura masculina, como padre, Gerald tiene muy fácil su
labor. Ellen se encarga de la educación de sus hijas y él sólo tiene que
intervenir cuando el honor está por medio, como en el caso de los desmanes
festivos de la viuda Escarlata. Además, ella es su hija favorita, la que más se
parece a él, la más masculina, y, a falta de un varón, Gerald la trata en
ocasiones como a un camarada.
En la película, Thomas Mitchell es un convincente Gerald.